Mauricio Garcia Duran, Bogota, Colombia, 9 Noviembre 2009
Colombia: conflicto armado, procesos de negociacion y retos para la paz.
Colombie : conflit armé, processus de négociation et enjeux pour la paix. Conférence retranscrite en espagnol.
Keywords: Conflicto colombiano | La responsabilidad de las autoridades políticas con respecto a la paz | Las dificuldades de una cultura de paz en una población que ha vivido la guerra | Favorecer el diálogo entre los beligerantes | Oposición popular | Resistencia a los grupos guerrilleros | Resistencia a los grupos paramilitares | Acuerdo de paz | Ciudadanos colombianos por la paz | Gobierno colombiano | Colombia
Introducción
Irenees y la Fundación Arias me han invitado para que haga un análisis de la situación actual y las perspectivas de paz del conflicto colombiano y de los retos que para la construcción de la paz que de ahí se derivan. Para responder a ello quiero hacer una presentación en la que desarrolle cuatro puntos:
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En primer lugar, voy a resaltar algunos elementos claves sobre la situación actual del conflicto colombiano;
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En segundo lugar, hay que considerar el estado en que se encuentran los esfuerzos que se han hecho por buscar una salida negociada al mismo;
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En tercer lugar, es necesario analizar los escenarios que se pueden vislumbrar hacia el futuro;
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Y, por último, llamar la atención sobre algunos campos de trabajo por la paz que se derivan de ello.
I. Situación actual del conflicto armado colombiano
En primer lugar, se constata la continuidad de un nivel todavía significativo del conflicto armado, aunque también hay evidencia de que se ha operado un cambio en el escenario estratégico de la confrontación entre la insurgencia y la fuerza pública. Cuando se mira la evolución de la confrontación armada, se ve claro que hubo un incremento sostenido de la misma entre 1998 y 2002, tanto en el número de acciones bélicas como en el número de muertos en combate. Es decir, la confrontación se disparó durante los años de Andrés Pastrana, cuando se negociaba con las FARC en el Caguán, lo cual muestra con claridad la doble estrategia de guerra y paz que se impuso tanto en el gobierno como en la insurgencia en esos años. Pero también se constata que ha habido un descenso importante de los niveles de acciones bélicas entre el 2002 y el 2005, y más significativo aún del número de muertos en combate entre el 2002 y el 2006. No en vano, pues, el parte de éxito que proclama el gobierno con su política de Seguridad Democrática.
Sin embargo, para valorar adecuadamente lo que significa este descenso hay que considerarlo comparativamente con los niveles que ha tenido el conflicto armado en los últimos veinte años. Las acciones bélicas, que han vuelto a subir en el 2006 y el 2007, siguen manteniendo, no obstante el descenso mencionado, un nivel que es equiparable al que presentó la confrontación armada durante gran parte de los noventa. Por otra parte, se constata un descenso relativo más alto en el número de combatientes muertos como resultado de las acciones bélicas, ya que éstos descienden en 2006 por debajo de la línea de los 1.000 muertos por año, por primera vez desde 1990, aunque vuelven a subir ligeramente en 2007. Aunque dicho descenso significaría que formalmente en los estándares internacionales Colombia salió del estadio de conflicto armado mayor, hay otros indicadores que nos invitan a ser más prudentes en el análisis, ya que sugieren que hay una continuidad del conflicto.
Además del nivel de acciones bélicas y muertos en combate se requiere considerar cómo evoluciona la cobertura geográfica del conflicto armado, es decir, qué tan amplio sigue siendo el territorio afectado por el mismo. Se constata una tendencia similar a la encontrada en las acciones bélicas y los muertos en combate: incremento del número de municipios afectados por el conflicto armado entre 1998 y 2002 hasta alcanzar la cifra de 498, y descenso entre el 2002 y el 2005, para volver a un ligero ascenso en el 2006 y 2007. Ahora bien, los 293 municipios afectados en 2007 representan un número superior o muy semejante a aquellos con conflicto armado durante toda la década de los noventa (227 municipios en 1990, 244 en 1995, 305 en 1999), aunque ciertamente inferior a los 498 municipios afectados por acciones bélicas en el 2002. Esto se puede percibir con claridad cuando miramos la cobertura geográfica e intensidad del conflicto armado. ¿Qué podemos deducir de aquí?
Básicamente tres cosas:
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En primer lugar, que el territorio afectado por la confrontación armada comprende todavía un número importante de municipios, cercano a la tercera parte del país;
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En consecuencia, en segundo lugar, es necesario decir que el conflicto armado todavía tiene una cobertura nacional;
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Aunque, en tercer lugar, el conflicto armado tiene mayor intensidad en algunas regiones del país, que aunque han variado con relación a los años noventa, si tienen como una de sus características el vínculo con las zonas de cultivo de coca, las cuales se han ido desplazando por efecto de la lucha antinarcóticos. Un ejemplo claro de ello es el desplazamiento de los cultivos de coca hacia la costa pacífica, con el consiguiente desplazamiento de los grupos armados, del conflicto y las infracciones al DIH; las situaciones que se viven en la costa nariñense, Buenaventura y el sur del Chocó son ejemplos de ello.
Para poder entender la evolución del conflicto armado es importante mirar de manera desagregada la participación de los distintos actores en la dinámica de la confrontación. Al mirar el panorama a partir de 1990, se constatan cambios importantes en la dinámica de la confrontación y en el liderazgo que juegan los distintos actores en el mismo. Es evidente que lo más fuerte de la confrontación se ha dado entre las Fuerzas Armadas, particularmente Ejército, y las FARC. Esta confrontación se consolida prácticamente como la única de importancia a partir del 2003, cuando se constata una estrecha relación entre las acciones de ambas fuerzas. El papel de otros grupos guerrilleros, particularmente del ELN, se reduce significativamente a partir de 2001. Y los grupos paramilitares, dado su carácter antisubversivo y las relaciones/alianzas con la Fuerza Pública en diversas regiones, nunca alcanzaron un nivel significativo en la confrontación bélica, aunque sí en las infracciones al DIH.
Hay que considerar la evolución de la interacción entre FARC y Fuerzas Armadas. La Fuerza Pública está por encima del accionar bélico de las FARC hasta 1997, cuando éstas las superan en el número de acciones bélicas, en parte porque fueron los años de mayor confrontación directa con los grupos paramilitares y de consolidación militar de esta guerrilla al contar con la retaguardia de la zona del despeje del Caguán. A partir de 2004, ya en plena implementación de la Seguridad Democrática, las Fuerzas Armadas vuelven a recuperar la iniciativa. La acción de las Fuerzas Militares y de la Policía ha llevado a las FARC a retirarse a sus zonas de retaguardia, provocándole una importante pérdida de posiciones en amplios territorios; no obstante ello, la guerrilla aún conserva presencia y fortaleza en diversas regiones, particularmente en el sur del país.
Ahora bien, hay un cambio importante que es necesario tener presente en el análisis de la evolución del conflicto armado: el escenario estratégico de hoy es muy distinto del que existía hace 10 años al iniciarse el proceso de paz en el Caguán. Mientras en 1998 había un escenario de confrontación que favorecía a las FARC luego de cuatro años de acciones ofensivas significativas contra las Fuerzas Armadas, hoy hay un escenario estratégico que favorece a estas últimas. Esta ventaja estratégica se ha dado gracias al uso de los ataques aéreos, al control de las comunicaciones y a un mejoramiento de las operaciones de inteligencia. Esto ha permitido que el gobierno con su política de Seguridad Democrática haya logrado golpes contundentes contra las FARC, tanto militar como políticamente, como se vio en el 2008 (por ejemplo, el abatimiento de Raúl Reyes y la liberación de Ingrid Betancur y sus compañeros secuestrados).
Sin embargo, los niveles significativos de confrontación aún existentes, como lo muestra el incremento en las acciones bélicas en 2007 y un nivel todavía importante en el 2008, y la cobertura todavía nacional que tiene el conflicto armado ponen de presente que la derrota militar de las FARC puede no estar tan cercana como lo sostienen algunas fuentes oficiales. No obstante el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas, el énfasis en una estrategia meramente militar no garantiza el acabar con los grupos insurgentes, como se ha visto con el ELN. Menos cuando los abundantes recursos del narcotráfico siguen alimentando la guerra.
La ‘otra’ guerra: contra la población civil
Para poder entender cabalmente la dinámica del conflicto armado en Colombia, es necesario prestar atención a la “otra” guerra que libran los actores armados de manera paralela a su accionar bélico, aunque estrechamente conectada a éste. Nos referimos a las infracciones contra el DIH, cometidas por los distintos actores armados contra la población civil. Los años más difíciles de esta “guerra contra la sociedad” se dieron en los años 2000 y 2001, con 2.291 y 2.277 infracciones al DIH respectivamente, y 4.431 y 5.744 víctimas fatales entre asesinatos políticos, masacres y desapariciones. Los más de tres millones de desplazados son otro indicador claro de ésta guerra contra la sociedad.
Al desagregar las infracciones al DIH, sobresalen varias tendencias.
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En primer lugar, sobresale el rol preponderante de los paramilitares, los mayores responsables de la barbarie contra la sociedad civil, como bien ha quedado establecido por sus propias declaraciones en las audiencias de la Ley de Justicia y Paz. Preocupa la continuidad del fenómeno paramilitar, no obstante la desmovilización de más de 32.000 de sus miembros. Ya sean disidentes que no negociaron, desmovilizados que se han vuelto a rearmar, o “nuevos” grupos (como las Águilas Negras), el hecho es que la responsabilidad de estos grupos en las infracciones al DIH están volviendo a crecer. Se evidencia cada día más que luego de la desmovilización se está dando una recomposición de los poderes paramilitares en las regiones para definir quién se queda con el control de las antiguas estructuras, muy ligadas tanto al narcotráfico como también a las estructuras políticas clientelares, como se vio en las elecciones de octubre de 2007. Por otro lado, la extradición de jefes paramilitares hacia los Estados Unidos dejó serios interrogantes sobre la capacidad del Estado colombiano para controlar su accionar delictivo y para hacerlos responder ante las víctimas.
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En segundo lugar, también se constata el peso importante que tuvo las FARC entre 1998 y el 2003 en las infracciones al DIH, aunque su responsabilidad ha bajado en los últimos años. Algunas de estas infracciones, como los secuestros y el uso de minas antipersonales, han ganado relevancia en la opinión pública y han suscitado procesos crecientes de movilización social en su contra, los que han conllevado a una creciente deslegitimación social de la lucha armada. Por su parte, la responsabilidad del ELN en las infracciones al DIH ha venido descendiendo desde el 2000, una expresión más de la debilidad militar por la que pasa este grupo.
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Preocupa en este contexto el incremento sostenido de las infracciones al DIH de parte de la Fuerza Pública, donde sobresalen los llamados “falsos positivos” y ejecuciones extrajudiciales. Mientras la responsabilidad de los actores armados ilegales en las infracciones al DIH desciende, la de la fuerza pública crece de manera sostenida desde 1998, cuando arranca el proceso de fortalecimiento militar con el Plan Colombia, y se acentúa en los años de la Seguridad Democrática. La exigencia de resultados en la lucha antiterrorista por parte del gobierno podría estar llevando, en una lógica perversa, a incrementar las infracciones al DIH por parte de las Fuerzas Armadas.
II. La infructuosa búsqueda de una salida negociada
La situación crítica de violencia en Colombia ha sido enfrentada con diferentes políticas de seguridad y de paz. El gobierno colombiano ha implementado diferentes procesos de negociación con insurgentes armados a lo largo de los últimos 25 años, logrando ocho acuerdos de paz entre 1990 y 1994. Han sido procesos de paz limitados y parciales, tanto por haber sido con los grupos guerrilleros más pequeños, como por el contenido de los acuerdos alcanzados. Aproximadamente 4.000 guerrilleros se desmovilizaron (Cf. Turriago y Bustamante, 2003). Permítanme presentar en esta segunda parte, por medio de una cronología, la evolución de los procesos de paz y las dificultades que se han presentado para alcanzar una paz comprensiva y duradera, prestando especial atención a la participación de la sociedad civil en dicha dinámica de búsqueda de la paz.
De 1978 a 1986
El primer gobierno de este periodo implementó una política represiva para hacer frente al creciente descontento social y político reinante en ese momento. Al comenzar su gobierno, la administración de Turbay Ayala (1978-1982) promulgó el Estatuto de Seguridad, que autorizaba a los militares a detener y procesar a personas sospechosas de vínculos con la subversión. De hecho, además de los guerrilleros detenidos, también se retuvo a muchos líderes políticos, sindicales, campesinos y comunitarios, muchos de los cuales sufrieron torturas. En medio de esta dinámica represiva, el M-19 desarrolló acciones militares llamativas y tomó la iniciativa política de reivindicar la bandera de la paz. En este contexto, los grupos de derechos humanos surgieron con vitalidad, como fue el caso del Comité Permanente para la Defensa de los Derechos Humanos. Estas organizaciones lograron articular diversas posiciones políticas en torno a las demandas de una apertura democrática y una amplia amnistía. Ante el fracaso de una solución militar impulsada por el presidente Turbay al problema de la violencia, el presidente Belisario Betancur (1982-1986) abogó por una solución política. Su administración implementó una propuesta pionera de negociación, sin embargo problemática por ser desinstitucionalizada, no contar con directrices claras, ni un respaldo social y político.
El presidente Betancur no planteó propiamente un modelo de negociación ni unas metas claras de lo que se podía alcanzar con este proceso. Tampoco contó con las condiciones y el respaldo político para hacerlo. El núcleo de la propuesta de Belisario Betancur fue promover un “diálogo nacional” con la participación de las más diversas fuerzas políticas, tramitar en el Congreso una ley de amnistía generosa y crear una amplia comisión de paz, que fue la encargada de adelantar los diálogos y negociaciones que se llevaron a cabo con la guerrilla. El logro de éstos diálogos fue alcanzar una tregua parcial. Dichos acuerdos de tregua se firmaron en 1.984 entre el gobierno y el M-19, las FARC, el EPL, el ADO y algunos sectores del ELN. Sin embargo, con excepción de la tregua acordada con las FARC, todos los otros acuerdos se rompieron en menos de un año. Estratégicamente hablando, la guerrilla no creía en la propuesta de paz oficial. Los grupos guerrilleros se comprometieron en estos acuerdos con una doble intención :
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Apostaban a la paz, en la medida que les ofrecía un espacio público que les permitía en alguna medida salir del marginamiento político en que estaban. Pero seguían creyendo en la guerra ;
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Y aprovecharon las condiciones de la tregua para ampliar el número de miembros y de frentes y proyectar así más claramente su ideal de pasar a una ‘guerra de posiciones’.
Aunque el presidente Betancur abrió la brecha hacia la búsqueda de una solución negociada del conflicto con la guerrilla, también suscitó, por la forma en que lo hizo, que distintas instancias de poder - tanto nacionales como regionales y locales, que se sentían afectadas - hicieran oposición explícita al Presidente e incrementaran la tendencia a buscar por cuenta propia la defensa de sus intereses. De hecho, el conflicto armado se agudizó a lo largo de su mandato. El Presidente no contó con el respaldo del establecimiento. Los militares, en cabeza del Ministro de Defensa, se opusieron a la política de paz y la torpedearon; tampoco el partido Conservador del Presidente, ni el partido Liberal en la oposición, se sentían identificados con la estrategia presidencial y por ello no brindaron el respaldo político necesario. Los grandes gremios dieron un « golpe de opinión » en rechazo a los acuerdos logrados. Por otra parte, los sectores vinculados al agro, sintiéndose desprotegidos, darán su respaldo a los grupos paramilitares, que en este período crecieron vertiginosamente con el apoyo de los militares. Sus principales víctimas fueron los militantes de la Unión Patriótica (UP), partido político creado por las FARC como alternativa para impulsar incorporación de la guerrilla en la arena política a partir del acuerdo de tregua. La toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 y la contra-toma del Ejército, en noviembre de 1.985, representan el final real y simbólico de los esfuerzos de paz de Betancur. Este episodio puso de manifiesto no solo el error de cálculo político del M-19, sino también el peso que las soluciones de fuerza seguían teniendo para muchos sectores de la sociedad, incluidos los militares, terratenientes y líderes políticos regionales, los paramilitares y también los grupos guerrilleros.
De 1986 a 1993
La administración de Virgilio Barco (1986-1990), con su carácter tecnocrático, introdujo modificaciones a la política de paz que heredó de su antecesor. De ello se derivaron sus logros pero también sus limitaciones; de hecho, en este gobierno surgió el único modelo de negociación que en estos veinte años ha logrado llegar a unos acuerdos de paz. El proceso de paz se institucionalizó y se centralizó, con lo cual quedó claro el liderazgo y dirección del Estado y, en concreto, de la Presidencia de la República. Se creó la Consejería de Reconciliación, Normalización y Rehabilitación, bajo cuya dirección estuvo el manejo de la política de paz. Por otro lado, se clarificaron los objetivos de las negociaciones, pero esto mismo significó que se le establecieran unos límites claros, sobre todo a las posibilidades de participación social en el proceso.
Se pueden distinguir dos períodos en el manejo de la paz en este gobierno. -Durante los dos primeros años, el énfasis se puso en atacar a través del Plan Nacional de Rehabilitación (PNR) las que se consideraban las causas objetivas de la violencia guerrillera; se buscó implementar una estrategia de integración de las zonas más pobres y marginadas del territorio nacional, donde es mayor la presencia guerrillera. Con ello se pretendió quitar respaldo social a la guerrilla. Al mismo tiempo, se buscó disminuirle protagonismo político a los alzados en armas, en especial a las FARC. El gobierno favoreció la negociación de la protesta social, que fue significativa en aquellos años.
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El segundo período comenzó cuando, por la presión del secuestro de Álvaro Gómez, y del incremento de la violencia del narcotráfico, el gobierno se vio obligado a lanzar su « Iniciativa para la Paz », propuesta concreta de negociación con los alzados en armas. La propuesta gubernamental tenía como objetivo claro la desmovilización de los grupos alzados en armas a cambio de su inserción en la dinámica política legal. En la configuración de esta propuesta, el gobierno rechazó la participación de la sociedad civil, no obstante los ofrecimientos que se le hicieron. No obstante las resistencias del Gobierno, se lograron articular dos dinámicas de participación, una previa a las negociaciones con el M-19 y otra en las negociaciones mismas. Con relación a las acciones previas, se adelantaron una serie de presiones en favor de una solución negociada, como puede verse en las gestiones “paralelas” a las del gobierno por parte de la Comisión de Notables. A esto se suma un hecho puntual: la Cumbre de Usaquén (29 de julio de 1.988), motivada por el secuestro de Álvaro Gómez, y la Comisión de Convivencia que nació de su seno. Es innegable la presión que estos hechos ejercieron en el lanzamiento de la Iniciativa de Paz por parte del gobierno, que permitió el inicio de negociaciones con el M-19. La participación en las negociaciones mismas se dio por medio del mecanismo de las Mesas de Análisis y Concertación, en las que participaban miembros de los distintos partidos políticos, y cuya tarea fue buscar consensos en torno a diversos puntos (ante todo de política económica y social) que fueron insumos para el Pacto Político que el gobierno firmó con el M-19 el 2 de noviembre de 1.989.
La sociedad civil se hundió en la polarización política en medio de esta dinámica de negociación. Por una parte, hubo una nueva dinámica en la política local. La protesta social creció, convirtiéndose en algunos casos en fuerzas políticas alternativas en las regiones. Además el panorama político se hace más complejo con la creación de la UP en 1985 y con la primera elección popular de alcaldes en 1988. Por otra parte, es indiscutible el esfuerzo por configurar un proyecto de extrema derecha para hacer frente a lo que algunos sectores consideraban como el « peligro izquierdista »; no en vano el crecimiento de los grupos paramilitares. La llamada ‘guerra sucia’ es un obvio resultado de ello (Cf. Romero, 2001). 1.988 fue un año tope en lo que se refiere a los asesinatos políticos, en general, y a las masacres, en particular, con muchas de las víctimas pertenecientes a la UP. Mientras tanto, fue creciendo una necesidad amplia por la paz, sentimiento de carácter nacional que toma diversas expresiones y debates en la arena política, en los procesos electorales, y en los ‘diálogos regionales’. El respaldo electoral al M-19 luego de su desmovilización no es gratuito; es un voto a favor de la paz.
La administración Gaviria (1990-1994) utilizó el modelo de negociación con el M-19, con ligeras modificaciones, para las negociaciones con el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y el movimiento guerrillero indigenista Quintín Lame. Ciertamente el presidente Gaviria utilizó la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente como un elemento de presión sobre la negociación con estos grupos. Con relación a una participación social más amplia en el proceso, ésta continuó con las restricciones que venían del gobierno anterior, limitándola a eventos y diálogos de tipo regional. De hecho, para el gobierno el proceso de la Asamblea Nacional Constituyente parecía suplir las necesidades de participación social que se planteaban en el ámbito de los procesos de negociación. El gobierno no contempló mecanismos que incentivaran una mayor vinculación de la sociedad a la dinámica de las negociaciones adicionales a la tutoría moral y/o mediación que jugó la Iglesia Católica. Además, el gobierno perdió la oportunidad de involucrar a todos los sectores políticos en las reformas que se aproximaban al bombardear ‘Casa Verde’, sede del secretariado de las FARC, precisamente el mismo día en que la población votaba para elegir la Asamblea Constituyente. Al hacer esto, el gobierno no solo cerró la posibilidad de que las FARC y el ELN participaran en las reformas constitucionales, sino que también fortaleció el ala militar de las FARC en detrimento del ala política más inclinada a negociar.
Las reformas de la Constitución de 1991 incentivaron mayores niveles de democracia y un mayor reconocimiento de los derechos políticos y las diferencias culturales. Algunas de estas reformas fueron sin lugar a dudas ventanas de oportunidad para la movilización por la paz al final de los noventa y principios del nuevo siglo. También en 1991, la administración Gaviria introdujo cambios en la política de paz en su deseo de ampliar las negociaciones a los grupos guerrilleros que permanecían activos y de esta manera ofrecer un contexto más propicio a la política de apertura económica. Este esquema más flexible se puso a prueba en Caracas (Venezuela) y Tlaxcala (México) en 1991/92. Las negociaciones se dieron en medio del enfrentamiento armado, y esto hizo que el forcejeo se diera en dos ámbitos: en la mesa de negociación y en el campo de batalla. En las rondas de negociaciones en Caracas y Tlaxcala se lograron acuerdos iniciales en algunos puntos. Estos avances poco significaron con relación al punto central de discrepancia: el cese al fuego, detrás del cual se escondían las condiciones reales para que la guerrilla se transformara en un aparato político legal y sin recurso a la violencia. El gobierno consideraba que después de la Reforma Constitucional no había necesidad de otras reformas; la guerrilla creía lo contrario, ya que no se sintió participe del consenso logrado con la nueva Constitución. No obstante este contexto conflictivo y la oposición del gobierno nacional, diversos grupos de la sociedad civil promovieron a nivel local y regional dinámicas de concertación social y política, y la posibilidad de diálogos con los actores armados de la localidad para buscar garantizar mínimas condiciones de seguridad, lo que en muchos casos se convirtió en una ‘negociación’ de condiciones de coexistencia con los actores armados.
Además, una trágica paradoja emerge de la interacción entre violencia y políticas de paz, en concreto cuando las estrategias de paz tienen el resultado perverso de generar más violencia en lugar de más paz. Es necesario explorar el efecto no buscado de las negociaciones de paz y las reformas políticas (elección popular de alcaldes y la Constitución del 91) en las estructuras de poder tanto a nivel local y regional como nacional. “La descentralización política y administrativa de la nueva constitución y la elección popular de alcaldes y gobernadores desarticulaba el sistema tradicional de las ‘maquinarias’ políticas por medio de las cuales los partidos tradicionales mediaban entre las localidades, las regiones y el Estado central, sin crear nuevos mecanismos de cohesión política” (González, 2004: 13). Como resultado de este proceso, las élites políticas y sociales en muchas regiones se sintieron ‘amenazadas’ y asumieron la ‘solución’ autoritaria de promover o consolidar grupos paramilitares. Más específicamente, “la apertura de negociaciones con la guerrilla, la apertura política y la descentralización desataron una serie de mecanismos políticos que facilitaron el surgimiento y consolidación de los grupos paramilitares y de autodefensas, como reacción frente a la redefinición de los equilibrios de poder regional y los potenciales cambios a favor de las guerrillas, sus aliados y simpatizantes” (Romero, 2003: 41). En pocas palabras, hubo una fuerte reacción de parte de las coaliciones en el poder, particularmente en el ámbito regional, a las posibilidades de mayores niveles de democracia y participación social que emergieron como resultado de las negociaciones con las guerrillas y las reformas políticas.
De 1993 a 1998
Luego del fracaso del proceso de paz en Caracas y Tlaxcala, las Fuerzas Armadas, encabezadas por un Ministro de Defensa civil, hicieron una declaratoria de ‘guerra integral’ contra los grupos guerrilleros. Lo irónico es que los resultados fueron bastante pobres, dejando una guerrilla con mayor fortaleza militar. Y mientras se hacía la guerra con las FARC y el ELN, el gobierno utilizó el esquema de negociación formulado por la administración Barco, sin introducirle ninguna variación, en tres negociaciones marginales con pequeños frentes o disidencias guerrilleras.
En este contexto, en 1993 comienza un florecimiento de organizaciones e iniciativas de paz, que proponían una ‘paz integral’ en respuesta a la declaratoria de ‘guerra integral’ del gobierno. En concreto surgieron el Comité de Búsqueda de la Paz y la Red de Iniciativas por la Paz y contra la guerra (Redepaz), como formas concretas de apoyar la dinámica de paz, en especial las negociaciones. En el primero se congregaban una serie de organizaciones sociales y ONG, algunas de ellas cercanas al Partido Comunista, las cuales buscaban convertirse en un espacio para madurar e impulsar propuestas que pudieran aclimatar el proceso hacia la paz y en particular las posibilidades de una eventual negociación. Por su parte Redepaz, se convirtió en un espacio de articulación de muy diversas iniciativas a lo largo del país, en particular de las mesas de trabajo por la paz, las Semanas por la Paz (realizada cada año), el desarrollo del artículo 22 de la Constitución Nacional (la paz como un deber y un derecho), y las experiencias de mandato por la paz y territorios de paz.
Aunque el gobierno de Ernesto Samper (1994-1998) trató de construir en el primer año de su administración un nuevo modelo de negociación con la guerrilla, todos sus esfuerzos se hundieron bajo el peso de la crisis política que produjo el proceso 8.000. Esta situación afectó seriamente el embrionario proceso de paz. El aparente ingreso de recursos del narcotráfico en la campaña electoral del Presidente llevó a unas tensas relaciones con los Estados Unidos, lo cual agravó la existente crisis política. Por otro lado, el nivel de confrontación armada se incrementó, con duros golpes a las Fuerzas Armadas, haciéndose aún más difícil el ambiente para una eventual negociación. De hecho, los pequeños avances en el proceso de paz se hundieron ante el peso de la crisis política y la percepción de la guerrilla de que estaban ganando la guerra.
En el contexto de la debilidad del gobierno, fue llamativo el peso que éste dio a la participación de la sociedad en ‘los procesos de paz’, por medio de foros, pactos de convivencia, etc., lo cual se concretó en la creación del Consejo Nacional de Paz por la ley 434 de 1.998, casi al final del periodo de gobierno. A esas gestiones desde el gobierno, se sumaron, desbordándolas, las iniciativas realizadas desde la sociedad civil misma, la cual ciertamente se sintió estimulada a movilizarse y desarrollar múltiples iniciativas de paz en un contexto de falta de liderazgo en la negociación de la paz. Tenemos aquí una cruda paradoja: un gobierno impotente liderando un proceso de paz termina abriendo oportunidades políticas para la intervención de sectores de la sociedad civil, particularmente de organizaciones interesadas en promover alternativas de paz. No en vano en estos años hubo un florecimiento de iniciativas y organizaciones de paz, y un considerable debate sobre la manera de promover la paz y encontrar soluciones negociadas al conflicto armado.
De 1998 a 2002
Este periodo corresponde a la administración Pastrana (1998-2002). Luego de haber sido electo con subrepticio apoyo de las FARC (Cf. Romero, 2003: 41), el presidente mismo presentó su administración como la que iba a implementar el Mandato por la Paz de octubre de 1997. La política de paz de este gobierno estuvo básicamente integrada por tres componentes (Cf. Ricardo, 1999):
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El diálogo y la negociación con los actores armados, particularmente las FARC;
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El Plan Colombia;
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La “diplomacia para la paz”.
La política de paz durante estos tres años se gestó y manejó entre personas del círculo más cercano al Presidente, y con un gran protagonismo por parte del propio Presidente. Fue una política que mostró por momentos grandes dosis de osadía política, pero en la cual no es posible discernir una estrategia definida y clara. Quedan varios interrogantes sobre la claridad del gobierno en algunos puntos del proceso: la zona desmilitarizada que no contó con ningún tipo de veeduría, una agenda de negociación excesivamente amplia, un manejo torpe de las relaciones con los militares, y el desinterés del gobierno para convocar un mayor respaldo social y político a favor del proceso de paz, no obstante la opinión pública favorable luego del Mandato por la Paz.
Al terminar 1999, a pesar de que las negociaciones con las FARC llevaban un año, el proceso estaba estancado y sin perspectivas claras. La movilización por la paz comenzó paradójicamente a descender, aunque en este año todavía estaba impulsada por los resultados de una amplia alianza política y el apoyo de los medios, como pudo verse con claridad en las marchas del No Más. Su éxito en movilizar millones de personas fue el resultado, por una parte, de la alianza entre País Libre, REDEPAZ, y otras organizaciones por la paz; pero, por otra parte, fue ciertamente el resultado del gran eco que la campaña encontró en los medios de comunicación, particularmente en los más importantes e influyentes periódicos. Sin embargo, por la manera las marchas se presentaron en las noticias de los periódicos, la campaña del No Más se convirtió en una campaña contra la guerrilla, en una clara condenación de su accionar (Romero, 2001: 430).
Negociar en medio del conflicto con las FARC conllevó serias tensiones y limitados resultados. Las principales tensiones en el proceso de paz fueron causadas por problemas relacionados con la zona de distensión y con los grupos paramilitares. A estos dos temas espinosos se agregan una serie de escollos, algunos bastante delicados, que desaceleraron seriamente el proceso de paz. Solo se entiende la difícil dinámica que siguió el proceso de negociación cuando se mira hacia otro plano: el de la confrontación armada. Hubo un serio pulso por mostrar quién tenía más fuerza y capacidad militar. Con relación a los resultados, solo se logró un acuerdo humanitario para el intercambio de soldados y policías retenidos por guerrilleros presos y enfermos (junio de 2001). Cuando el presidente Pastrana puso fin al proceso de paz con las FARC el 20 de febrero del 2002, quedó claro cómo tanto las FARC como el Gobierno venían jugando en dos planos: el de la paz y el de la guerra. El proceso de paz estuvo en todo momento bajo la presión de la dinámica armada, con el agravante que ambas partes pensaban que les era posible alcanzar una correlación de fuerzas favorable por la vía de la confrontación armada.
Las negociaciones con el ELN no avanzaron más allá de la etapa inicial de acercamiento. No obstante las partes acuerdan las condiciones para una ‘zona de encuentro’ (abril 24 de 2001), este acuerdo fue minado por las marchas de protesta de la población de la zona propuesta, protestas que debieron en gran medida a la presión de los paramilitares, es decir, unas protestas pensadas para impedir la posibilidad de un proceso con el ELN.
El compromiso personal de Pastrana con el proceso fue la gran fortaleza de la política de paz, pero al mismo tiempo su gran debilidad, ya que ello impidió que se consolidara una propuesta de paz de carácter estatal a partir de las necesarias lecciones de los procesos anteriores, y que se contara con una mayor participación y movilización social más allá del mecanismo formal de las Audiencias Públicas establecidas en la negociación con las FARC. Llama la atención que el gobierno no se movió a promover una mayor movilización social como apoyo a su propuesta de paz. Solo cuando el proceso de paz se estancó, el gobierno finalmente convocó primero al Consejo Nacional de Paz, que existía por ley desde el gobierno anterior, y posteriormente al Frente Común por la Paz y contra la Violencia (noviembre del 2.000). No obstante estas convocatorias, su papel real en el desarrollo de la política de paz fue bastante limitado.
Al igual que durante la administración Samper, enfrentamos otra paradoja pero con un signo contrario a la anterior. Cuando Pastrana comenzó el proceso de paz con las FARC, el contexto reinante era el de una creciente movilización social a favor de una solución negociada del conflicto armado. Lo que se percibe aquí es que la iniciativa gubernamental en el proceso de paz desestímulo la creciente movilización por la paz dado que la población sentía que se estaba respondiendo a su demanda de una alternativa de paz; de hecho, la movilización por la paz decreció desde el momento en que Pastrana fue electo (1998) hasta el momento en que se rompe el proceso de paz (2002). Irónicamente, luego de las masivas movilizaciones por la paz de los años anteriores, hubo muy poco respaldo a actuar colectivamente a favor de continuar con el proceso de paz. No obstante ello, se mantiene una considerable dinámica por la paz a nivel local y regional, como nos lo muestran las acciones de resistencia civil, los procesos constituyentes municipales, y los procesos de concertación social.
De 2002 al 2009
El fracaso de la administración Pastrana y de las FARC en el proceso de paz tiene como consecuencia que se cierra el ciclo de búsqueda de soluciones negociadas y se abre de nuevo la puerta, luego de 25 años, a una solución militar al conflicto armado. “En mayo de 2002 Álvaro Uribe Vélez fue electo presidente por una población exhausta por una interminable violencia y desilusionada con un proceso de paz que no logró nada” (Livingstone, 2003: 93). Le había ofrecido al electorado una ‘política de seguridad democrática’, que significaba un claro rompimiento con la política de solución negociada y un reforzamiento de las fuerzas armadas en la estrategia para hacer frente a la guerrilla. El Presidente ha promovido una posición que considera que es posible una victoria militar sobre los grupos guerrilleros, y de ahí el énfasis en la estrategia militar. Esta ‘línea dura’ ha recibido el respaldo de la población, como se ha visto en las encuestas de opinión pública. En este contexto de polarización hay menos espacio para las iniciativas de paz. De hecho, el Presidente repetidamente ha chocado con las ONG, especialmente con aquellas trabajando en derechos humanos, acusándolas de prestar apoyo a los ‘grupos terroristas’. Algunas organizaciones por la paz fueron allanadas por los militares sin orden judicial y el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) rastreó ilegalmente a opositores del gobierno (miembros de la Corte Suprema de Justicia, políticos de la oposición, defensores de derechos humanos, periodistas críticos del gobierno).
No obstante ello, Uribe Vélez no cerró del todo la puerta para una negociación con los grupos armados, aunque considera que solo es posible desde una posición de fuerza. Ahora bien, el asunto complicado en este punto es el ‘proceso de paz’ que su gobierno impulsó con los grupos paramilitares, el cual ha generado muchos cuestionamientos y críticas. “Pero aún hay más preguntas que respuestas, las cuales se refieren al alcance del desarme de los paramilitares, su papel en el narcotráfico, y su posible conversión en “soldados campesinos” tras la desmovilización. También hay cuestiones más profundas sobre la verdad, justicia y reparación por las atrocidades cometidas, al igual que el grado de responsabilidad del Estado en la creación y desarrollo del paramilitarismo (García-Peña, 2004: 66). La desmovilización de alrededor de 32.000 paramilitares no significó el desmonte de las estructuras paramilitares, las cuales han seguido operando, como han podido constatar muy distintas organizaciones de derechos humanos, la Oficina de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de las Naciones Unidas e, incluso, la Misión de la OEA encargada de monitorear el proceso de desmovilización. “La oportunidad que existió de desmantelar las actuales estructuras paramilitares a través de la negociación se perdió… es inevitable llegar a la conclusión de que habrá una tercera generación de grupos paramilitares”. Igualmente la Ley de Justicia y Paz ha mostrado resultados bastante limitados en el proceso de juzgar a los paramilitares que se acogieron a la misma y el gobierno debió extraditar a los principales jefes paramilitares a Estados Unidos, reclamados por narcotráfico. Por otra parte, el proceso no satisface las demandas de las víctimas y sus familiares a niveles adecuados de verdad, justicia, reparación y a la exigencia de no repetición de la violencia en su contra.
Los procesos con los grupos guerrilleros no han tenido mejor suerte. El proceso de acercamiento con el ELN, con encuentros bilaterales en Cuba y Venezuela, no logró consolidarse en un proceso de negociación y finalmente se rompió. No es fácil encontrar las condiciones para negociar una paz digna que no sea simplemente la exigencia gubernamental de reinserción de una guerrilla que considera estratégicamente derrotada. Por su parte, con las FARC ciertamente no ha estado en el horizonte la posibilidad de volver a sentarse a negociar un acuerdo de paz, ya que hasta la posibilidad de firmar un acuerdo humanitario para posibilitar la liberación de los secuestrados y soldados/policías retenidos por esta guerrilla ha encontrado múltiples obstáculos.
Los resultados positivos de algunos indicadores de seguridad han llevado al gobierno a pensar que ya se ganó la guerra y que solo falta la estocada final en la retaguardia de las FARC en el sur. De ahí la concentración de esfuerzos de las Fuerzas Armadas con el Plan Patriota en el sur-oriente del país. El problema serio de esta estrategia es que desconoce que como guerrilla que es las FARC no sólo han movido su retaguardia y dispersado sus frentes, sino que aprovechando la concentración de la capacidad militar ofensiva del gobierno en el sur la guerrilla ha desplegado sus acciones militares en el resto del país, mostrando capacidad para ataques sostenidos como se vio en el 2005 entre otros en el Cauca, Putumayo, Nariño, Arauca y Chocó. No en vano aún dentro del establecimiento comienzan a oírse voces críticas a la política estatal: “Los voceros gubernamentales deberían terminar de una vez por todas con su cantaleta de que las FARC están derrotadas y en desbandada […] Los hechos muestran otra cosa […]: Las FARC pasaron de 536 acciones durante los tres primeros años del gobierno de Andrés Pastrana, a realizar 1.190 acciones durante los tres primeros años de la administración de Álvaro Uribe, es decir, aumentaron en un 122 por ciento”.
Lo problemático de la estrategia del gobierno Uribe está en pensar que haber consolidado una estrategia militar lo exime de contar con una estrategia de paz para los grupos guerrilleros que sea algo más que un itinerario de desmovilización para ‘subversivos derrotados’. El presidente Uribe y su equipo pretende desconocer cualquier legitimidad política a los alzados en armas, articulando así una solución ‘negociada’ que desconoce una de las partes enfrentadas. Al hacerlo, no sólo cierran las puertas a cualquier negociación con la insurgencia, sino además están legitimando los juegos de poder regional de los paramilitares con sus consecuencias regresivas y anti-democráticas, y ofreciendo adicionales razones a la guerrilla para justificar su permanencia en la lucha armada.
III. Escenarios posibles de evolución del conflicto armado colombiano
De lo que hemos presentado hasta el momento se puede concluir que el conflicto armado continúa y con una cobertura nacional, que éste conflicto es básicamente entre las FARC y la Fuerza Pública, pero que ha habido un cambio de escenario estratégico en el mismo. Por otro lado, los resultados de los procesos de paz han sido limitados y el fracaso en las últimas negociaciones con las guerrillas llevó a favorecer la búsqueda de una salida militar al conflicto armado, alternativa que a pesar de los resultados parciales que ha mostrado, lo parece configurarse como una solución definitiva. ¿Qué se puede esperar hacia adelante? ¿Cuáles podrían ser los escenarios posibles de evolución del conflicto armado en Colombia? A partir del análisis que hemos realizado consideremos las distintas alternativas posibles:
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O el fin del conflicto armado ya sea por la derrota militar de una de las partes o porque se alcanza una solución negociada;
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O la continuidad del conflicto, en mayor o menor escala.
Un primer escenario es una derrota militar contundente de la insurgencia, buscando seguir el modelo implementado en Sri Lanka. Aunque esta aparece como la apuesta gubernamental, que se apoya en los resultados obtenidos por las Fuerzas Armadas en estos seis años, las tendencias presentadas indican que puede ser un resultado difícil de alcanzar, más cuando se constata que se está presentando un punto de inflexión en las tendencias del conflicto armado a partir de 2006 y 2007, cuando el número de acciones bélicas, muertos en combate, infracciones al DIH y víctimas civiles vuelven a crecer. Por otro lado, los recursos del narcotráfico siguen ‘aceitando’ la confrontación y la situación económica hace impensable un mayor incremento del ya alto gasto militar. Así las cosas, si no se ha logrado derrotar al ELN, ¿habría capacidad para hacerlo con las FARC?
Un segundo escenario es la conquista del poder por parte de la insurgencia. En las actuales condiciones de Colombia y del continente este es un escenario cerrado, como aún Fidel Castro lo ha sostenido. No sólo hay en la actualidad un balance militar favorable a la Fuerza Pública, sino que las condiciones de globalización, por un lado, y de crisis del socialismo realmente existente (simbolizado por la caída del muro de Berlín), hacen prácticamente imposible esta opción. Además, la práctica predatoria de la guerrilla (secuestros, minas antipersonales, cilindros bombas, etc.) le han quitado respaldo popular a la opción armada, particularmente en el ámbito urbano, lo que hace que la representatividad política que puedan tener las guerrillas, particularmente las FARC, sea bastante marginal.
Un tercer escenario sería aquel vinculado a un final del conflicto armado pero por la vía negociada. Un escenario así es deseable pero improbable en el futuro cercano. Si en 1998 los sucesos militares de los años anteriores le impidieron a las FARC ver la importancia estratégica de una negociación de paz, hoy en día se puede vivir una situación similar pero con el gobierno. Los triunfos de la Seguridad Democrática están llevando al gobierno del presidente Uribe a no ver la importancia de una negociación que pudiera ser una solución de largo plazo. Su tendencia es ver las negociaciones simplemente como una forma de definir el proceso de desarme y desmovilización de los insurgentes, algo difícil de aceptar para un grupo como las FARC. Por otro lado, las actuales circunstancias también hacen que la incidencia de la comunidad internacional y de la sociedad civil a favor de una salida negociada haya perdido peso.
Un cuarto escenario es la continuidad del conflicto armado en mayor o en menor escala. Aunque es un escenario no deseable sí tiene altas posibilidades de ser probable. Un énfasis tan grande en la solución militar, como la mostrada por el actual gobierno, puede llevar como su derivado a una continuidad degradada del conflicto armado, particularmente en algunas regiones del país. Es innegable que las FARC han sido golpeadas a niveles importantes que afectan sus cuadros de dirección. Enfatizar este camino puede conllevar un serio riesgo de fraccionamiento del grupo armado que plantea un reto militar y político complejo. Dados los recursos provenientes del narcotráfico, estos grupos fraccionados tendrían recursos para seguir operando, ahora bien sin tener prácticamente mayor horizonte político. Y la consecuencia de ello fácilmente puede ser un incremento en el tipo de acciones delincuenciales y las infracciones contra el DIH que afectarían a la población civil. Este escenario se haría más complejo si se tiene en cuenta la continuidad del fenómeno paramilitar, también sin mayor coordinación nacional, que está exacerbando la lucha por quien controla los poderes regionales. Y no es claro que en la actual coyuntura económica exista la posibilidad de seguir incrementando el gasto público en defensa para hacer frente al reto que plantea una continuidad degradada del conflicto armado.
IV. Retos para la construcción de la paz que se derivan de lo anterior
¿Cuáles son los campos en los que habría que trabajar para construir una paz durable en Colombia y a nivel mundial? Como se lo ha entendido en los trabajos de resolución de conflictos y estudios de paz en la literatura y experiencias en distintas partes del mundo, la construcción de la paz tiene un correlato con la dinámica y fases del conflicto. Hay un trabajo de prevención cuando el conflicto es todavía latente o cuando en fase de postconflicto se busca evitar que éste se active de nuevo; hay un trabajo de contención (peacekeeping) del conflicto cuando éste se encuentra en fase de escalamiento y se requiere proteger a la población civil de los efectos del conflicto armado; hay un trabajo de negociar y hacer la paz (peacemaking) cuando se han logrado acercamientos entre las partes y se busca alcanzar un acuerdo de paz que permita poner fin a la confrontación armada; y hay un trabajo de construcción sostenida de la paz (peacebuilding) que busca reconstruir y sanar las heridas dejadas por la guerra en la fase del postconflicto, de forma tal que se pueda avanzar en las reformas que hagan frente a las exclusiones que subyacen al conflicto y se pueda avanzar en un proceso de reconciliación de una sociedad que ha sido fracturada por el conflicto. La construcción sostenida de la paz exige la construcción de una cultura de paz que arraigada en la vida social opere como elemento preventivo de futuros conflictos violentos.
Quiero llamar la atención a algunos retos en cada una de estas dimensiones de trabajo por la paz que se derivan del análisis que he realizado hasta el momento y de la experiencia colombiana en general.
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En primer lugar, en el tema de prevención es importante ahondar en la manera como se puede traducir el análisis de los conflictos sociales y armados en propuestas de cambios en las políticas públicas que hagan frente a los problemas sociales, económicos, políticos y culturales que subyacen al conflicto en estado latente de forma que se evite su tránsito a expresiones violentas. Más allá de las alertas tempranas, que son necesarias y no hay que dejar de lado, se requieren estrategias de intervención de carácter más estructural que puedan hacer frente a las raíces de los conflictos. Pero por otro lado, de parte de las organizaciones de la sociedad civil, se requieren claras estrategias de incidencia política (advocacy) y movilización social para lograr que estas propuestas de cambio estructural se traduzcan en políticas públicas efectivas.
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En segundo lugar, se requiere consolidar y profundizar las formas de contención civil (civilian peacekeeping) de los conflictos violentos. Hay una experiencia acumulada grande de formas de resistencia civil a los conflictos y de intervenciones para ofrecer protección a poblaciones en riesgo. Es importante poder sistematizar los aprendizajes que se derivan de estas experiencias de forma tal que se pueda ayudar a empoderar efectivamente otras comunidades que enfrentan la misma situación. Es importante ubicar con claridad el papel que acuerdos humanitarios pueden tener mientras dura el conflicto en esta perspectiva de contención. Además se requiere ahondar en la estrategia de contención y apoyo con las víctimas de la violencia, para que tengan condiciones de hacer el tránsito de ser víctimas a volver a ser ciudadanos/as con capacidad para reclamar los derechos que les han sido afectados por la violencia y reconstruir su proyecto de vida.
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En tercer lugar, se requiere aprender de la experiencia de los procesos de paz, tanto los exitosos como los fallidos. En el caso colombiano, es realmente inaudito que se sigan repitiendo errores que ya se cometieron en procesos anteriores. Es necesario aprender de la propia experiencia y de las experiencias a nivel mundial, particularmente para los casos de conflictos duraderos como el colombiano. Entre muchos aspectos en los que habría que profundizar, llamo la atención de los siguientes: hay que consolidar un proceso de aprendizaje que permita precisar el tipo de política pública de paz que se requiere; el nivel de participación necesario de terceras partes nacionales e internacionales y de la sociedad en general; los niveles de negociación que hay que desplegar (con los armados, con la sociedad, con la comunidad internacional, etc.); la manera de construir un consenso en torno al tipo de agenda conveniente que permita avanzar en lo que es negociable; el balance entre técnicas de negociación y las relaciones de poder en el proceso; y el tipo de movilización que se requiere de la sociedad civil para favorecer la solución negociada del conflicto.
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En cuarto lugar, en el ámbito de la construcción sostenida de la paz son múltiples los retos en los cuales se requiere ahondar para consolidar procesos de paz duraderos. Por una parte, está el tema de la implementación de los acuerdos de paz y el tipo de monitoreo que pueda garantizar su real puesta en marcha; a ello se agregan los grandes retos que plantean los procesos de desmovilización, desarme y reintegración de los miembros de los grupos armados, tanto legales como ilegales. El tema de la justicia transicional es otro de los grandes retos, sobre todo en contextos donde existen límites para alcanzar plenamente las demandas de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación. En el caso colombiano, a estas demandas se agrega la de la no repetición de los abusos, dada la continuidad del conflicto. Es necesario ahondar en la manera de generar procesos de reconstrucción y desarrollo que resuelvan las exclusiones vinculadas al conflicto. Igualmente necesitamos ahondar en la manera de consolidar una cultura de paz, que haga frente a todo tipo de exclusiones, particularmente las de género, generaciones, orientación sexual y raza. La construcción sostenida de la paz opera, de hecho, como una estrategia de prevención para que el conflicto armado vuelva a activarse.